Otro caso particular en el fascinante mundo de los profetas es el de
Hildebrando, el prefeta. La categoría de ‘prefeta’
es poco conocida y casi no existen registros de esta pequeña comunidad de
adivinadores que oponen su servicio al de los profetas que adivinan el futuro.
Hildebrando era también llamado ‘el buchón’ o ‘el ortiba’ a raíz de su
habilidad para adivinar, no el futuro, sino el pasado.
Algunos se preguntarán qué tiene de fantástico adivinar aquello que ya
ha ocurrido y en realidad el hecho formidable es que el prefeta puede corregir
errores históricos y echar luz sobre historias que han sido modificadas.
Esto convierte al prefeta en un revisionista histórico pero también, en
la mayoría de los casos, transforma a éste humilde guardián de la verdad en un
ser deleznable, aborrecido por falsos héroes y tramposos.
Hildebrando desarrolló su habilidad en la isla de Millia en el año 80 a.C. Era frecuente verlo
salir corriendo por los polvorientos caminos de la isla perseguido a piedrazos
por iracundos aldeanos descubiertos en falta ante sus esposas. Y es que este
prefeta no sólo adivinaba el pasado sino que era incapaz de callarlo.
Sirva
como contundente ejemplo el caso del guerrero que estuvo siete meses sin
regresar a su hogar y, al volver ileso, juraba a su mujer emocionado hasta las
lágrimas, haber sido favorecido por los dioses en una decena de batallas.
Hildebrando, que acertó a pasar por el lugar lo corrigió al instante
- “Pero
si tu no has estado en la guerra, sino con una doncella llamada Calia en la
isla vecina de Pirea, por eso no presentáis ninguna herida, aunque sí
encontraréis un rasguño en el omóplato izquierdo”.
Acciones como estas
hacían peligrar la vida de Hildebrando a cada momento, y en más de una
oportunidad intentaron arrojarlo a las heladas aguas del Mar Tasio para que se
le congelara la lengua y todo el resto. Así, durante años, se sumergió en la
clandestinidad, resignándose sólo a dejar papiros clavados en la plaza con sus
revelaciones, destronando personajes míticos, minimizando proezas de los
héroes, sospechando virilidades y dudando sobre comportamientos ejemplares.
Los matrimonios, las jerarquías, las santidades, la honra y las
riquezas, el valor y el patriotismo, la honestidad y el pasado inmaculado, todo
quedaba en duda cuando Hildebrando clavaba en las puertas de madera sus
amarillentos carteles. Fueron esos primitivos carteles y su color
característico, el verdadero comienzo de la prensa amarilla, de contenido sensacionalista
y escandaloso.
Hildebrando, el prefeta, pronto comprendió que era mucho mejor pago su
silencio que sus comentarios. De esta manera, amasó una inmensa fortuna abonada
profusamente por nobles, guerreros, senadores, emperadores, labradores,
doncellas y sacerdotes.
Murió extremadamente rico y en el más absoluto silencio a la edad de 56
años.
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