martes, 3 de abril de 2012

Capítulo VII - Hildebrando el prefeta


Otro caso particular en el fascinante mundo de los profetas es el de Hildebrando, el prefeta. La categoría de ‘prefeta’ es poco conocida y casi no existen registros de esta pequeña comunidad de adivinadores que oponen su servicio al de los profetas que adivinan el futuro.
Hildebrando era también llamado ‘el buchón’ o ‘el ortiba’ a raíz de su habilidad para adivinar, no el futuro, sino el pasado.

Algunos se preguntarán qué tiene de fantástico adivinar aquello que ya ha ocurrido y en realidad el hecho formidable es que el prefeta puede corregir errores históricos y echar luz sobre historias que han sido modificadas.

Esto convierte al prefeta en un revisionista histórico pero también, en la mayoría de los casos, transforma a éste humilde guardián de la verdad en un ser deleznable, aborrecido por falsos héroes y tramposos.

Hildebrando desarrolló su habilidad en la isla de Millia en el año 80 a.C. Era frecuente verlo salir corriendo por los polvorientos caminos de la isla perseguido a piedrazos por iracundos aldeanos descubiertos en falta ante sus esposas. Y es que este prefeta no sólo adivinaba el pasado sino que era incapaz de callarlo. 

Sirva como contundente ejemplo el caso del guerrero que estuvo siete meses sin regresar a su hogar y, al volver ileso, juraba a su mujer emocionado hasta las lágrimas, haber sido favorecido por los dioses en una decena de batallas. Hildebrando, que acertó a pasar por el lugar lo corrigió al instante 

- “Pero si tu no has estado en la guerra, sino con una doncella llamada Calia en la isla vecina de Pirea, por eso no presentáis ninguna herida, aunque sí encontraréis un rasguño en el omóplato izquierdo”

Acciones como estas hacían peligrar la vida de Hildebrando a cada momento, y en más de una oportunidad intentaron arrojarlo a las heladas aguas del Mar Tasio para que se le congelara la lengua y todo el resto. Así, durante años, se sumergió en la clandestinidad, resignándose sólo a dejar papiros clavados en la plaza con sus revelaciones, destronando personajes míticos, minimizando proezas de los héroes, sospechando virilidades y dudando sobre comportamientos ejemplares.

Los matrimonios, las jerarquías, las santidades, la honra y las riquezas, el valor y el patriotismo, la honestidad y el pasado inmaculado, todo quedaba en duda cuando Hildebrando clavaba en las puertas de madera sus amarillentos carteles. Fueron esos primitivos carteles y su color característico, el verdadero comienzo de la prensa amarilla, de contenido sensacionalista y escandaloso.

Hildebrando, el prefeta, pronto comprendió que era mucho mejor pago su silencio que sus comentarios. De esta manera, amasó una inmensa fortuna abonada profusamente por nobles, guerreros, senadores, emperadores, labradores, doncellas y sacerdotes. 

Murió extremadamente rico y en el más absoluto silencio a la edad de 56 años.

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